Por tanto, cronológica y culturalmente, la preocupación de Roma por el pasado no radicó en conocer el origen del cosmos o del mundo, sino en dilucidar el origen del linaje romano y de su papel en la tierra. La génesis del universo y del mundo fueron raigambres helénicas y judaicas que generaban un pasado relativamente cercano. Los romanos, en contraste, concebían al pasado como algo distante que condicionaba su presente, pues era menester comprender dicha ecúmene que se había ampliado, asimismo y precisamente, por mor de la expansión de su imperium. Debido a esta amplitud ecuménica y a su advenimiento tardío en el devenir civilizatorio, en Roma surgió una problemática histórica: Asia y Oriente.
En retrospectiva, Heródoto había diferenciado a la civilización europea de la asiática: “[…] desde aquel tiempo los griegos resultaron ser mucho más culpables. En efecto, fueron ellos los que iniciaron la organización de campañas contra Asia, ello antes de que los persas las emprendieran contra Europa” (Historia I.4). Aunque el fragmento aún refleja una diferenciación en etapa embrionaria, ya transmite un dualismo geográfico en la ecúmene, máxime considerando que el propio Heródoto –Ctesias incluso antes que él– planteó una sucesión de imperios hegemónicos: Asiria, Media y Persia. Comúnmente, estas tres civilizaciones pertenecían al Próximo Oriente y, en la tradición posterior, pese a erratas cronológicas y nominales, prevalecerían en la mentalidad del hombre antiguo, destacando la confusión (o sincronía) de Asiria con Babilonia. Esta última, de hecho, adquiriría prominencia como civilización de Oriente por antonomasia.
Ulteriormente, la lista se amplió y, como corolario, se adicionaron imperios occidentales. Las conquistas de Alejandro Magno resultaron un momento álgido, pues constituyeron el eslabón que confirió a Europa su primer gran imperio. En efecto, amén de haber sido una civilización no perteneciente a Oriente, el Imperio macedonio conquistó al último heredero de los imperios asiáticos: la Persia aqueménida. La sucesión de Macedonia como potencia hegemónica incluso se registró en la tradición bíblica: el sueño de Nabucodonosor II sobre la estatua que materializaba los grandes imperios (Dn 2). Ahora bien, cuando Roma se expandía por el Mediterráneo sin cejar, resultó evidente que no solamente heredaba la hegemonía de imperios y civilizaciones predecesores, sino que era el epígono civilizatorio definitivo. Polibio también señala una secuencia de imperios, aseverando que los macedonios “aniquilaron el poderío persa y se anexionaron el imperio de Asia. Sin embargo […], dejaron la mayor parte del universo en poder de otros […], y en cuanto a los pueblos occidentales de Europa, belicosísimos, digámoslo escuetamente: ni tan siquiera los conocieron” (Historias I.2.5-6).
Polibio no encomia o admira al imperium de Roma por la mera conquista, sino por su amplitud territorial, que cubría gran parte de la ecúmene occidental y oriental, extensión geográfica que en civilizaciones e imperios predecesores fue exigua o nula. Según Polibio, el régimen romano fundamentado en la Res publica propició su éxito como imperio universal, cuyos confines en el siglo II a. C. ya alcanzaban Asia, Europa y África: era el hontanar del Estado-mundo. Se aprecia cómo en los historiadores griegos la preocupación por un mundo regido por una única civilización hegemónica entraña una diacronía histórica, política y cultural que atribuye al mundo grecorromano la condición de civilización definitiva. En Europa se encuentran los máximos dechados civilizatorios, herederos de la translatio imperii y, consiguientemente, abocados a continuar la expansión de su hegemonía en una periferia rezagada o caótica, sustituyéndola por un cosmos ordenado, pacífico y tecnológico.
¿Pero verdaderamente esta periferia rezagada y caótica se concebía como una entidad homogénea? El concepto de translatio imperii imposibilitaba que griegos desdeñaran completamente a civilizaciones que, con anterioridad, habían estructurado el cosmos pretérito; así se colige, por ejemplo, su admiración edilicia por Babilonia: “[…] pero la más digna de mención, también la más poderosa fue […] Babilonia […] De manera que la extensión de Babilonia es notable, y fue edificada como no lo ha sido ninguna de las ciudades que conocemos” (Heródoto. Historia I.178). Por otra parte, para los romanos, su presente espaciotemporal desde el siglo I a. C hasta el VII d. C. fue paralelo a hegemonías de civilizaciones e imperios iranios del Próximo Oriente: la Partia arsácida y, posteriormente, la Persia sasánida. Veleyo Patérculo, al citar los Anales del pueblo romano de Emilio Sura, también reconoce que “[…] el poder supremo llegó a manos del pueblo romano” (Historia romana I.6.6). Sin embargo, tras el advenimiento de Augusto la ideología imperialista y cosmológica de Roma se adaptó a una coyuntura que promulgaba la Pax romana. El poder romano era, efectivamente, supremo, pero la estabilidad generada por el régimen autocrático tras las dantescas guerras civiles, así como el Imperio parto en Oriente, incidieron en que la política de los emperadores tome un cariz menormente expansivo.
En Oriente Próximo, la propagatio finium imperii encontró un óbice en el Imperio arsácida. El enemigo iranio (y, con ello, asiático y oriental) no era un beligerante que podía encasillarse en la misma categoría de barbarie tribal, pues la complejidad estructural y eficiencia de esta civilización irania se manifestaba asiduamente al enfrentar al Estado romano. Horacio, en parte, ya transmite la incapacidad de las civilizaciones grecorromana e irania de doblegarse entre sí: “[…] teme el soldado [romano] las saetas y la rauda retirada de los partos, y el parto las cadenas y el vigor de Italia” (Odas II.13.17-19). El gran poeta revela, probablemente, una de las razones por las cuales Roma y Persia jamás pudieron debelarse definitivamente una a la otra: en Occidente predominaba un sistema militar basado en la infantería; en Oriente, en la caballería. Aunque, ciertamente, cabe plantearse si verdaderamente ambas civilizaciones se plantearon destruir el imperio del otro, es cabal que la competencia de sus ejércitos –y, con ello, de su sociedades– no era omitida. Las pericias arsácidas serían estimadas hasta el último siglo de esta dinastía:
[Caracalla] decía también que el imperio de los romanos y el de los partos eran los más poderosos; que si se unían […] constituirían un único imperio invencible, pues los restantes pueblos bárbaros […] serían presa fácil para ellos […] Añadía que los romanos tenían una infantería invencible en el combate cuerpo a cuerpo con lanzas, mientras que los partos contaban con una numerosa caballería probada de puntería en el arco. Si estas fuerzas se unían, con la colaboración de todos en el éxito de la guerra, lograrían fácilmente someter todo el mundo bajo una sola corona. (Herodiano. Historia del Imperio romano después de Marco Aurelio IV.10.2-4)
Nótese el énfasis en la otredad, es decir, “los restantes pueblos bárbaros” y, asimismo, en los imperios más poderosos: Roma y Partia. Existe, seguramente, una diferenciación ecuménica bastante notable entre una hegemonía en Occidente y otra en Oriente, de esto se colige la idea de fundar un “único imperio invencible”. La idea de una translatio imperii dominada por un solo imperio hegemónico ya resultaba problemática en los siglos I-III d. C. debido a la presencia de Partia en Oriente. Como corolario, la ideología imperial romana produjo una dicotomía: internamente se promulgaba la idea del Imperio romano como entidad universal única. Empero, en el derecho internacional antiguo, la civilización irania imposibilitaba legitimar dicha política interna. Por tanto, la importancia del dominio sobre el territorio menguo en favor de la idea de dominio sobre las personas. Así se explica que el Estado-mundo romano haya promovido la civitas y, de igual manera, que su territorio haya sido considerado como un símil del pomerium.
Una mayor extensión ecuménica, el desarrollo de los conocimientos geográficos, la cartografía y la hegemonía irania en Próximo Oriente problematizaron la idealizada translatio imperii, en la que la pretensión de conquistar y gobernar todo el mundo conocido era la entelequia de toda civilización con tendencias imperialistas. Simplemente, cuanto mayor es la ecúmene conocida, la misión de ejercer un único dominio universal es impracticable. Resulta sugestivo que, pese a las victorias de Trajano, Vero y Severo sobre Partia y, asimismo, de Caro, Juliano y Heraclio sobre los sasánidas, se haya establecido un limes orientalis que revelaba las restricciones del Occidente grecorromano en el Oriente Próximo iranio. De hecho, inclusive se auguraba que “ningún emperador romano logrará ir más allá de Ctesifonte” (SHA. Caro, Carino y Numeriano IX.1).
Empero, si bien la entelequia de dominio universal decayó, el derecho internacional antiguo aún posibilitaba una hegemonía universal, es decir, procurar una relación hegemónica con respecto a otros agentes civilizatorios o imperios. Roma, cuyo desempeño en la ecúmene se apuntalaba en gran medida en el ius gentium e ius belli, encontró en el derecho internacional antiguo un mecanismo oportuno cuando tuvo que afrontar a la potente Persia sasánida. Existe deferencia por el dominio iranio en el Oriente Próximo. Efectivamente, Herodiano menciona una carta de Alejandro Severo a Ardashir: “Esta carta decía que Artajerjes debía permanecer en su propio territorio sin intentar cambiar el statu quo […], cada uno debía estar contento con su parte […] La carta además recordaba las victorias de Augusto, Trajano, Lucio y Severo sobre ellos” (Historia del Imperio romano después de Marco Aurelio VI.2.4). Nótese la importancia al señalar la legitimad de cada imperio, cada uno debe satisfacerse con su parte.
Precisamente, por la importancia jurídica en Roma, la hegemonía universal de esta no excluyó los derechos de los epígonos de civilizaciones asiáticas. Así, por ejemplo, Dion Casio atribuía las justificaciones expansivas de Ardashir a su condición de heredero de los aqueménidas (Historia de Roma LXXX.4.1), ¡pese a que el conocimiento sasánida acerca de sus predecesores es problemático al sincronizar la historia aqueménida con la mitología kayanida! Con todo, en la cosmovisión romana el statu quo en geopolítica desembocaba en la coexistencia de una potencia imperialista en Occidente y otra en Oriente; una civilización en Europa y otra en Asia. El pluralismo de una ecúmene ya bastante extendida lo posibilitaba. Con todo, adviértase que esta división o partición de la ecúmene y del mundo ya tiene antecedentes mesopotámicos; baste con evocar el título de šar kibrāt arba’i (rey de la cuatro partes [del mundo]), empleado habitualmente en Acad y en Asiria. En Roma se encuentra la distinción Pars Occidentalis y Pars Orientalis.
Por otra parte, desde la perspectiva romana, su imperio ya había superado a las civilizaciones de Asia, de modo ahora la entelequia era preservarlo, dotarlo de eternidad: el Imperium sine fine virgiliano (Eneida I.278-279) ahora debía ser ilimitado en el tiempo, ya no en el espacio. Resulta sugestiva una descripción de Orosio: “Dije también entonces que, entre el imperio babilonio, que se situaba en oriente, y el romano, que surgiendo en occidente recogía la herencia del de oriente […]” (Historias VII.2). Aunque Oriente y sus civilizaciones menguaron en evolución civilizatoria, Roma había asimilado y desarrollado su legado. Asia, ciertamente, no era una manifestación por antonomasia de barbarie, por lo que su máximo exponente y heredero en los siglos III-VII, el Imperio sasánida, tampoco se concebía como una entidad retrograda, aunque sí inferior respecto al concepto de civilización. Desde la óptica romana, fundamentada en el derecho, ambos imperios estaban en capacidad de ejercer autoridad en sus respectivos territorios, fomentando sus ideales de civilización en un marco internacional que se regía por la ley divina (Oriente) y el derecho consuetudinario (Occidente).
Roma, ciertamente, se autorretrató como el acmé civilizatorio, pero la “inferioridad” civilizatoria de Asia y sus pueblos no era subestimada, pues su pasado antiquísimo –anterior a Grecia y Roma– lo imposibilitaba. De hecho, las profecías de los Oráculos Sibilinos de Roma traslucen la potencia y relevancia de Asia en la ecúmene: “Por toda la riqueza que Roma arrebató a Asia en tributos, tres veces multiplicada la arrebatará Asia a Roma, devolviéndole su maldita arrogancia” (III.350-354). Igualmente, los oráculos vaticinan que la esclavitud asiática de la que Roma se sirvió será vengada con la esclavitud de itálicos en Asia. Se denota un evidente paralelismo entre la caída de Babilonia (curiosamente, ante Ciro el Grande en el siglo VI a. C.) y la ruina de Roma, que realmente se identifica como sucesora babilónica y su análoga en Europa. La cultura grecorromana, aunque generó un estereotipo del hombre asiático, cualificándolo de pomposo, extravagante y tiránico, también reconoció sus virtudes, asociadas a la belleza, la riqueza, el poder y la sabiduría. Esta representación de la otredad irania se apreció desde la beligerancia de Roma contra la Partia arsácida. En época sasánida, Constancio II y Sapor II inclusive se identificaron como hermanos debido a su condición autocrática y hegemónica en distintas regiones ecuménicas (Amiano Marcelino. Historia XVII.5.3-10).
Sin embargo, en el discurso grecorromano la paideia permanentemente coadyuvaba a legitimar la superioridad de la civilización europea. Es menester destacar como la moderación se plantea como cualidad civilizada frente a la pompa persa y oriental; resultaba ominoso cuando un romano, sobre todo un emperador, manifestaba filiación por las costumbres persas: “Utilizaba una túnica toda de oro, pero también […] otra pérsica, recamada de piedras preciosas, diciendo que se sentía agobiado por el peso del placer. Llevaba adornados sus calzados con piedras preciosas […], lo que provocó la burla general […]” (SHA. Heliogábalo XXIII.3-4). Comportamiento como este contrastaban con la tradición de los mos maiorum. Consiguientemente, la parafernalia y la pompa sasánida eran estigmatizadas como una moral estrambótica, antípoda a los valores grecorromanos.
En el siglo IV, uno de los motivos ideológicos y simbólicos por los cuales Juliano invadió la Persia sasánida fue, quizás, la relativa estima y prestigio que esta civilización tenía en el imaginario romano. El iranismo no suponía necesariamente un detrimento para la noción civilizatoria de Roma, sino una oportunidad para demostrar que este iranismo, aunque compartía méritos, estaba por debajo de la paideia. El Irán antiguo era un beligerante superior a los pueblos y coaliciones de bárbaros germánicos, era un Estado complejo; el propio Juliano, a través de Alejandro Magno, crítica a los romanos por sus exiguas gestas en la guerra contra Persia: “Si os parece tan insignificante la conquista de Persia y menospreciáis una hazaña tan gloriosa, decidme, ¿por qué, después de una guerra de más de trescientos años, vosotros los romanos nunca habéis conquistado una pequeña provincia más allá del Tigris?” (Césares 324c). Consiguientemente, Asia y Persia eran agentes distintos, pero entidades que coadyuvaban al orden cosmológico y geopolítico. Aunque, por supuesto, como epígono de la cultura griega, el Imperio romano estaba abocado a demostrar su hegemonía civilizatoria. Nuevamente, Juliano, a través de Alejandro, subraya la condición de los romanos: “Soy consciente de que ustedes, los romanos, son descendientes de los griegos” (Césares 324a).
En conclusión, por su condición antiquísima, las civilizaciones e imperios de Asia provocaron que el mundo grecorromano evalúe y revalúe la cultura del Próximo Oriente. En los imperios asiáticos, griegos y romanos hallaron agentes distintos, pero lo suficientemente civilizados como para valorar su legado, ciertamente importante, aunque rezagado al compararlo con la civilización que el mundo grecorromano forjó. Precisamente, la preexistencia y coexistencia de civilizaciones del Próximo Oriente concientizó a Roma de que pertenecía a Europa y la Pars Occidentalis. Empero, esta suerte de dualismos Europa-Asia y Occidente-Oriente, como se ha visto, no son antitéticos en el mundo antiguo, por lo que lógico y pertinente evaluarlos en su propio contexto: dos ámbitos civilizatorios, uno grecorromano y otro iranio.
Amiano Marcelino, Historia. Madrid: Akal, 2002 (Traducción y notas de M. Luisa Harto Trujillo).
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Herodiano, Historia del Imperio romano después de Marco Aurelio. Madrid: Planeta-DeAgostini, 1996 (Traducción y notas de Juan J. Torres Esbarranch).
Heródoto, Historia. Madrid: Cátedra, 2002 (Traducción y notas de Manuel Balasch).
Horacio, Odas, Canto Secular, Épodos. Madrid: Gredos, 2007 (Traducción y notas de José Luis Moralejo).
Juliano, Césares. Cambridge: Harvard University Press, 1913. (Traducción y notas de Wilmer Cave Wright).
Oráculos Sibilinos, libros III-V. Londres: Society for Promoting Christian Knowledge, 1918 (Traducción y notas de H. N. Bate)
Orosio, Historias. Libros V-VII. Madrid: Gredos, 1982 (Traducción y notas de Eustaquio Sánchez Salor).
Polibio, Historias, Libros I-IV. Madrid: Gredos, 1981 (Traducción y notas de Manuel Balasch Recort).
Scriptores Historiae Augustae, Historia Augusta. Madrid: Ediciones Akal, 1989 (Traducción y notas de Vicente Picón y Antonio Cascón).
Veleyo Patérculo, Historia romana. Madrid: Gredos, 2001 (Traducción y notas de M. Asunción Sánchez Manzano)
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